The Gilipolla’s Generation
Estaba convencido de que mi generación debería haberse llamado “la generación gilipollas” (The Gilipolla's Generation). Somos los que nacimos entre los años 60 y 70 del siglo pasado.
Muchos trabajamos desde niños. Unos pocos pudimos combinarlo con la escuela. El sobre del salario se entregaba a los padres. Estos, y siempre que nos portáramos bien, nos daban algunas monedas para el fin de semana.
Por mi culpa, mis padres eran los más desgraciados, decían. Y, al final, casi siempre me quedaba castigado y sin paga. Eso sí: el lunes, a trabajar.
No puedo imaginar la dureza de una guerra y de su postguerra. Lo de la escuela no se llevaba. A cambio, iban a la obra para hacer de peón. Una niñez rota era la única opción.
Nosotros, sin embargo, nacimos en tiempos de paz y de prosperidad. Pudimos vivir en las casas construidas por aquellos pobres peones.
Me independicé unos meses después de la mili. Quedarme en casa era un mal negocio. Con 22 añitos, pude alquilar un piso de casi 100 metros cuadrados por 10.000 pesetas (unos 60 euros). Y claro, poco después pudimos comprar un piso decente. El coste de las cosas era asequible.
The Gilipolla’s Generation nos fuimos de casa con lo puesto. Aun así, a nuestros hijos les hemos dado de todo y más. Y cuando nuestros vástagos han trabajado, el salario se lo han quedado para ellos. Y no solo eso: a menudo necesitaban un suplemento. Nuestra casa se convirtió en el Hostal los Primos. Gastos pagados. Barra libre. Todos los servicios, incluidos (lavandería, planchado, limpieza, luz, agua, gas, etc.).
Hemos trabajado una parte de la vida dándolo todo a los padres; y otra entregándolo todo a los hijos. La culminación gilipollacional suprema surge con una curiosa combinación: se sigue aun trabajando para los hijos (sin recibir nada a cambio) cuando resulta que los padres necesitan otra vez ayuda (unos cuantos sobres más).
Hace poco, nos llamaron unos amigos de Barcelona. Son también de nuestra misma generación y tienen dos hijos de casi 30 años. Uno de ellos vivió una breve aventura viajando por el mundo. El otro, un sueño amoroso que acabó en pesadilla. Total: los hijos han vuelto a casa. No tienen más remedio.
En su momento, nuestros amigos se pudieron comprar un piso digno en el centro de la ciudad. Sus hijos, si algo no cambia, ni se lo plantean.
Por todo junto, es cierto: hemos sido la generación gilipollas, la que lo hemos dado todo a todos. Pero es porque hemos podido hacerlo. Las generaciones pasadas no pudieron. Las futuras, ya veremos. Y lo peor: hasta la nuestra, cualquier otra generación superaba en bienestar a la anterior. Eso, tristemente, se ha acabado. Así que, en lugar de quejarme, voy a ver si me planteo estar agradecido.